sábado, 24 de septiembre de 2011

La sombra de arcilla

La Nave
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Plaquette alternativa  5; Bucaramanga, septiembre de 2011; lakartilla@hotmail.com; Director: Claudio Anaya; Comité asesor: Diagramación: Gloria Inés Ramírez M., Diseño: Diana Katherine Ramírez  J., Pavel Ángel Miranda N.
La Nave es una publicación seriada, cuya finalidad es difundir la creación literaria y cultural de Santander.


La sombra de arcilla


Por: Claudio Anaya

  Hay muchas formas de escribir poesía; tantas, cuantas personas ejercen el oficio; tantas, cuantas formas de sentir hay en el mundo. Sin embargo una de ellas tiene una poderosa influencia en quienes nos ocupamos de estas cosas; es la actitud que asumió ante la poesía el poeta colombiano Aurelio Arturo. Él pertenece a esa estirpe de poetas con un gran sentido de consideración y de práctica ante las complejas relaciones del mundo. Tal vez no quería agregarle más peso al planeta, más complicación a la vida, y con gran sentido de levedad agregó a ese mundo que dejó en 1974, sólo un puñado de poemas y canciones, en el cual resumió el sentido estético de lo que vieron sus ojos de niño, en las comarcas al sur del cañón del Río Patía.
   Ante el ejercicio poético cabe resaltar su actitud distante y prudente, su austeridad ante la evocación, la paciencia de eterno alfarero que lo acompañó siempre en el incesante y retirado oficio de moldear con constancia la arcilla de la que están hechos sus poemas, antes de decidir el instante en que tendrán forma definitiva en la escritura, antes de que el ánfora quede girando ante nuestros ojos. Sólo eso, un puñado de poemas. “Todo lo que tengo que decir lo dije en Morada al Sur”, confesó alguna vez a algunos de sus amigos. Según William Ospina: “Muchos versos, sin duda, ya habían tomado forma en su mente, por ese procedimiento singular de su poesía, que crecía lenta y segura en él, y que sólo y circunstancialmente se resignaba a lo definitivo del lenguaje escrito”.
   Esta actitud de Aurelio Arturo nos recuerda inevitablemente a otro maestro latinoamericano, a Juan Rulfo. Maestros que pocos árboles han tenido que derribar para que su nombre gane un espacio en la historia de la literatura. Habrá otros maestros de esta línea o talante, pero con seguridad son pocos y se constituyen en ejemplo de dignidad ante el problema de los best seller o de los escritores leñadores que cada año publican un libro, sin que tengan mucho que decir.
   El tiempo es el mejor antologista, dijo repetidas veces, Borges. De esta sentencia podemos inferir su aplicación en el aspecto individual de los escritores, la depuración constante del texto ante la perspectiva de que la literatura es ganarse un modo propio de decir las cosas sobre las que todo el mundo habla o escribe. Y la conciencia humana, esa mezcla confusa de razón, instinto y sentimiento, se conforma por una serie de antesalas o borradores sobre los que trabajamos las palabras o las ideas, o ellas nos trabajan a nosotros; de todos modos es un grato, a veces doloroso o apasionado encuentro en el cual dejamos signado nuestro paso por el mundo, las alucinaciones del presente, la visión de lo que vendrá.
   Aurelio Arturo eligió, o tal vez fue su destino escribir la nostalgia de sus primeros años, de sus remotos paisajes del sur, remotos en la distancia, en el tiempo, y evocados como todo recuerdo a contracorriente, río arriba hasta llegar a la fuente del mito, donde lo personal se torna esencial y donde un hombre es todos los hombres. Se valió de una depuración del recuerdo, firme y armónica, la cual, como el sueño, libera la memoria de las ataduras y la  hojarasca que son lo puramente circunstancial, los agregados de la pobre cultura material. Esta depuración del recuerdo es un triunfo espiritual, una forma superior de inteligencia y de conocimiento de los universos interiores del hombre. De ahí, el tono épico de sus poemas, su atmósfera mítica y fundacional pues no canta la sola experiencia de un solo hombre sino de todo un pueblo, tal vez de toda la humanidad. Es esta la quintaesencia de lo poético, la perennidad de la poesía, el ámbito en donde el alma de cualquier hombre es la misma que la del más humilde campesino.
   Lección de humildad y sencillez ante la vitalidad y la ingenuidad de la vida natural que es como una muchacha púber, influenciable y voluble, y que manifiesta su manera de ser en la incondicional presencia de todas las cosas que pueden ser necesarias o que pueden contener la idea, la concepción de un mundo elemental y primitivo. La búsqueda de lo esencial en la vida es volver los ojos hacia lo que sostiene la vida y la hace posible; no hacia las cosas que la complican o la destruyen. Es quizá por esto, que los poemas de Aurelio Arturo están cargados del aire balsámico de los bosques, de una sensación de cósmico regocijo ante la visión de los fértiles valles, están cargados del sutil aleteo de las palabras de la nodriza y de las actitudes y las siluetas de hombres muy viejos que habitaron algunos días de su niñez; están cargados de tambores, de indómitos caballos que saltan sobre el horizonte, de hadas, del olor a húmeda tierra, de soleado trigo, de follajes azotados por el viento y del viento que llega a retozar en los patios, del polvo de los caminos, de ríos, canoas y grandes troncos, de frutas plenas, de aldeas, de rocío, de estrellas murmurantes y de la presencia de la casa, grande y misteriosa, llena de palabras y leyendas que quizá no se pueden desentrañar; sus poemas están cargados de todo esto y de muchas otras cosas que representan la relación armónica del hombre con la naturaleza, con el cosmos.  


III
(de Morada al sur)

En el umbral de roble demoraba,
hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,
un viento ya sin fuerza, un viento remansado
que repetía una yerba antigua, hasta el cansancio.

Y yo volvía, volvía por los largos recintos
que tardara quince años en recorrer, volvía.

Y hacia la mitad de mi canto me detuve temblando,
temblando temeroso, con un pie en una cámara
hechizada, y el otro a la orilla del valle
donde hierve la noche estrellada, la noche
que arde vorazmente en una llama tácita.

Y a la mitad del camino de mi canto temblando
me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas,
con tanta angustia, un ave que agoniza, cual pudo,
mi corazón luchando entre cielos atroces.

*

Texto leído el 16 de abril de 2003 en la sala de conferencias del Instituto Municipal de Cultura de Bucaramanga, y publicado en CARTILLA MÍNIMA Nº Cero, Bucaramanga, abril de 2006     

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